Un estadio lleno. Un Tartiere que vibra con bufandas ondeando en azul. Y, de pronto, un hombre de 1.65, menudo, pelo ya canoso, con una sonrisa perenne y el peso de ocho operaciones a sus 40 años, pisa de nuevo el césped.
No es un fichaje cualquiera. No es un refuerzo más. Es Santiago Cazorla volviendo a casa.
¿Cómo se mide ese instante?
La analítica deportiva no tiene una fórmula para esto. Los dashboard no recogen ese nudo en la garganta. Pero esto es un hecho que transforma al equipo entero.
Los números en rojos señalan los 40 años.
La infección en el tobillo que se llevó por delante parte del hueso.
Las 8 operaciones.
El pronóstico de no poder volver a andar.
Dos años sin jugar.
La conclusión lógica: demasiado riesgo, poca proyección. La estadística diría que no.
Pero la vida – y el fútbol – no siempre obedecen a la lógica. Porque con la vuelta de Cazorla pasan cosas que ningún algoritmo anticipa:
- Oviedistas que recuperan la ilusión y vuelven al Tartiere.
- Miles de camisetas vendidas.
- Entradas agotadas.
- Niños que van de la mano de sus padres y abuelos portando a la espalda el 8 de S.Cazorla.
- Medios nacionales e internacionales hablando del Oviedo.
- Una ciudad que se viste completamente de azul.
En el mundo de la empresa lo llamamos retorno de la inversión.
Y más allá de los aficionados, hay un lugar donde la influencia de Cazorla se multiplica: el vestuario. Su presencia cambia dinámicas.
Los jóvenes descubren lo que significa la profesionalidad: puntualidad, disciplina, respeto por el trabajo invisible.
Y los veteranos encuentran en él un recordatorio de que el liderazgo no se ejerce gritando, sino escuchando y acompañando.
Cazorla se convierte en una especie de dataset vivo: cada conversación, cada consejo, cada anécdota de su carrera es información valiosa que enriquece al grupo.
Su impacto no se mide en kilómetros recorridos, sino en confianza generada, cohesión y moral colectiva.
Y esos indicadores, aunque no aparezcan en un informe de rendimiento, son los que muchas veces marcan la diferencia entre un equipo que compite y uno que trasciende.
Ese es un activo imposible de depreciar: la emoción compartida.
Para quienes trabajamos en datos, el regreso de Cazorla es un recordatorio esencial: los números son una brújula, pero no mapa completo.
Hay variables cualitativas que marcan la diferencia.
En una empresa, Cazorla sería ese profesional que quizá no es el que acumula más horas en la oficina (minutos jugados), ni el que mejor puesto tiene (goles marcados), pero sí el que entiende que el éxito está en hacer jugar a los demás.
Prefiere dar la asistencia antes que buscar la gloria individual.
Aporta visión, serenidad y un profundo sentimiento de pertenencia.
Ese tipo de personas construyen cultura corporativa. Son quienes hacen que los jóvenes crezcan más rápido, que los veteranos se sientan respaldados y que la organización respire identidad.
Su valor no se mide en KPIs aislados, sino en algo más profundo: la capacidad de generar equipo.
Porque los datos cuentan mucho. Pero hay días, como la final del Play Off en el Carlos Tartiere, en que los datos se quedan mudos y el corazón escribe la estadística más valiosa de todas.
Y quizás esa sea la lección definitiva: toda empresa, todo equipo, necesita a su propio Cazorla.
Alguien que no busque ser el héroe de la portada, pero que sostenga los cimientos invisibles.
Que reparta juego,
que haga mejores a los demás,
que recuerde por qué estamos aquí.
Porque, sin ellos, tendremos cifras, pero nos faltará alma.
Y con ellos, incluso los imposibles se convierten en historia.


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